La mujer que iba a morir se
llamaba Hortensia. Tenía los ojos oscuros y no hablaba nunca en voz alta. Sólo
cuando la risa le llenaba la boca, se le escapaba un “Ay madre mía de mi vida”
que aún no había aprendido a controlar, y lo repetía casi a gritos sujetándose
el vientre. Se pasaba gran parte del día escribiendo en un cuaderno azul.
Llevaba el cabello largo, anudado en una trenza que le recorría la espalda, y
estaba embarazada de ocho meses.
Ya se había acostumbrado a hablar
en voz baja, con esfuerzo, pero se había acostumbrado. Y había aprendido a no
hacerse preguntas, a aceptar que la derrota se cuela en lo hondo, en lo más
hondo, sin pedir permiso y sin dar explicaciones. Y tenía hambre, y frío, y le
dolían las rodillas, pero no podía parar de reír.
Reía.
Reía porque Elvira, la más
pequeña de sus compañeras, había rellenado un guante con garbanzos para hacer
la cabeza de un títere, y el peso le impedía manipularlo. Pero no se rendía.
Sus dedos diminutos luchaban con el guante de lana, y su voz, aflautada para la
ocasión, acompañaba la pantomima para ahuyentar el miedo.
El miedo de Elvira. El miedo de
Hortensia. El miedo de las mujeres que compartían la costumbre de hablar en voz
baja. El miedo en sus voces. Y el miedo en sus ojos huidizos, para no ver la
sangre. Para no ver el miedo, huidizo también, en los ojos de sus familiares.
Era día de visita.
La mujer que iba a morir no sabía
que iba a morir.
Capítulo 1. La voz dormida
A día de hoy no puedo recordar con exactitud
cuándo fue la primera vez que oí hablar de La
voz dormida, la novela de Dulce
Chacón. Sé que la condición de extremeña de la escritora nos obligó a prepararla para selectividad, por el “por
si acaso”. Aun así, es un libro que nunca me vi motivada a leer, ya sea por la
dura etapa de estudio que contempla el bachillerato o porque en mi oscuro
pasado literario fui una ferviente consumidora de literatura juvenil y
romántica. En cualquier caso, la aparición de la película me sorprendió
bastante y el ver que todo el mundo hablaba tan bien de ella, me empujó a
buscar el libro: soy de las que prefiere leerse primero la novela, aunque sea
solo por comparar. Así que, una vez terminados los exámenes y masticando mi
ansiada libertad, no lo dudé ni un momento y me puse con ello.
La novela narra la historia de una pequeña
familia que, aunque no todos están atados por lazos de sangre, están unidos por
una conexión mucho más fuerte: los ideales, la solidaridad y sobre todo, el
miedo. Porque durante la Guerra Civil Española, el capítulo más sanguinario de
la historia de nuestro país, el miedo estaba a la orden del día, encogiendo los
estómagos y anudándose en las pestañas. Porque el enemigo estaba en todas
partes, a veces en la ventana de enfrente, observando qué es lo que coses tan
aprisa y si el morado, el rojo y el amarillo están entre los colores de tu
costurero.
Hortensia, la mujer que va a morir, es una
cordobesa afiliada al partido comunista, espera en la cárcel de las Ventas una
sentencia. Está embarazada de Felipe que, como ella, forma parte activa de la
guerrilla. Se aman en la distancia, porque es muy complicado mantener una
relación cuando huyes de las represalias y luchas contra el sistema impuesto.
Junto a Hortensia, rodeadas por otras miles de mujeres, destacan Tomasa, una
extremeña de piel cetrina, testaruda y cabezona, que lleva en la cárcel más
años de los que se pueden contar y que se niega a ponerle palabras al horror
que vivió y Remedios, murciana de nacimiento, terriblemente ingenua, que sufrió
en sus carnes la denuncia por parte de sus vecinos, aquellos a los que creía
conocer tan bien. También está Elvirita, una niña de cabello rojo, alicantina,
que canta mejor que Celia Gámez y que regala una sonrisa a todo el que puede.
Es la hermana del Chaqueta Negra, un conocido guerrillero, íntimo amigo de
Felipe. Detrás de ellas, otras muchas “rojas” se hacinan en las Ventas, juzgadas por
crímenes que no cometieron y manteniendo siempre presentes a los hermanos, los
padres, los hijos, los amigos caídos. Recordando, cada día, como se llevaron de
madrugada a 13 chicas a las que la historia bautizaría como “Las 13 rosas”,
símbolo de la injusticia, de la muerte prematura, del dolor de las hermanas que
no son hermanas, pero como si lo fueran.
Cartel promocional de la película, basada en la novela. |
Pero la historia no termina ahí, y es que la
guerra no es materia sencilla que tratar. Fuera de la cárcel, Pepita, la de los
ojos imposibles, hermana de Hortensia, camina cada día a la prisión para
encontrarse con ella. Alejada de cualquier postura política, no puede evitar
servir de intermediaria entre Hortensia y Felipe y enfrentarse al miedo por sus
seres queridos, amparada en la pensión de Doña Celia, que la cuida como si
fuera su madre, y Don Fernando, un médico acomodado que decidió alejarse de la
medicina en el mismo momento en el que vio brotar la sangre de los cuerpos en
el campo de batalla y no sintió pena.
Dulce Chacón consigue tejer una novela íntima
y compleja, poniéndoles voz a todos aquellos que lucharon sobre una causa
justa, por defender sus ideales, más hondos que el propio corazón. Personajes
cotidianos, cercanos, que bien podrían narrarnos las historias de nuestros
abuelos pero, sobre todo, de nuestras abuelas. Porque La voz dormida habla por todas esas mujeres que fueron obligadas a
callar, a arrodillarse, y, sobre todo, de todas aquellas que no lo hicieron. De
la sangre derramada y de las heridas que se hacen más en el alma que en el
cuerpo, de la espera, de la distancia, de las largas colas en el día de visita
de la prisión, de madres que no reconocen a hijos e hijos que no reconocen a
madres, porque las guerra los separó demasiado pronto. Mentiría si dijera que
no he llorado a lágrima viva entre sus letras. Mentiría si dijera que no sufres
con las muertes como si fueran de alguien a quien conoces de toda la vida.
Mentiría si dijera que no sientes el desgaste de la resistencia sobe tu piel a
medida que avanzan las páginas. Porque La voz dormida no va de guerra, no, sino
de lucha. Y esos son conceptos que, normalmente, no sabemos distinguir.
Lucía Semedo (@luciasimonelle)
No tengo palabras Lucía. Es un libro maravilloso, de los más maravillosos que he leído, y a pesar de lo que digan, también deja bastante claro que en ambos bandos hubo gente buena y gente mala, y sobre todo inocentes que no creían en nada y que tuvieron que pasarlo mal por acusaciones falsas...te lo dice una descendiente de rojos que tuvieron que exiliarse y de franquistas que enviaban a sus hijos a los campamentos de la falange.
ResponderEliminarGrande!
Grandísima entrada
Normalmente suelo ser un poco escéptica con las historias bélicas, ni de posguerra ni de nada que ver con asuntos de ese calibre, pero acabas de abrirme apetito de "La voz dormida".
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